Los comienzos siempre son
difíciles, porque implican un reordenamiento de nuestro mundo interior, que a su
vez conlleva muchas veces el renunciar a prácticas, creencias (libre o
coactivamente adoptadas) y sentimientos aprendidos y aprehendidos en el pasado,
con la finalidad de poder caminar con la mirada puesta en una hoja en blanco, y
permitir así que vayamos fluyendo.
En mi experiencia personal,
cuando se trata de escribir, por ejemplo, algo profesional, personal o
académico, algo que además me apasiona y que se podría pensar que me es fácil
hacerlo, siempre el iniciar es lo que me resulta más difícil. Sin embargo, una
vez transitados esos minutos, horas y a veces días de andar con una idea
pululando entre las paredes de mi mente, sin encontrar cómo pueda salir de allí
y ser felizmente concretada; y, generando, mientras tanto, una desconcertante agonía
mental, llega el momento cumbre en donde como por arte de magia esa idea que se
encontraba privada y que no permitía comenzar, se convierte en un caudaloso río
de ideas que fluye incesante, libre y excitadamente hasta finalizar el escrito.
El comienzo se complica cuando (...)
se trata de dos (sea en el mundo laboral o en las relaciones personales), porque
este proceso no solo implica renuncia de lo nuestro, sino también conocimiento,
valoración y aceptación o no de la otra persona, de sus costumbres, de sus
formas de actuar, de sentir, de pensar, etc.
En estos casos, puedo calificar los comienzos como una experiencia
agridulce. Dulce por lo que produce el nuevo encuentro, el descubrimiento del
otro o de la otra, el mariposeo que se genera en el cuerpo cuando se trata de un
proceso de enamoramiento, y el sabroso cáliz de la compañía, la expectativa y
la esperanza de lo que pueda ser. Pero, también los comienzos pueden resultar
agrios, en la medida en que a veces hay prácticas que nos son nuevas y que en
ocasiones no concuerdan con nuestro sistema de creencias, teniendo que evaluar hasta
qué punto podemos aceptarlas y hasta dónde nos es posible ceder, sin que se
violente nuestra esencia.
Sin embargo, pese a que a
nadie le gusta transitar por áreas
álgidas y agrias, sería positivo hacernos la pregunta ¿vale la pena aquello que
se comienza, sea un nuevo trabajo, un proyecto personal, una relación de pareja
o una nueva vida, por ejemplo? Si parados desde la orilla del río, sin mayores
intentos, pero con una gran corazonada la respuesta es no, sin duda alguna
sería mejor renunciar y abortar el viaje. Por el contrario, si la respuesta es
sí, seguramente luego de ese período de renuncia, de aceptación y de adecuación
de lo que tengamos que adecuar, gozaremos y nos enorgulleceremos de todo el
proceso que tuvimos que pasar, para disfrutar del equilibrio, la estabilidad y
los resultados de aquella etapa que cual rosa bella y espinosa implicó nuestro
comienzo.
Siempre habrán muchas más razones
para renunciar antes de tiempo y para no intentar volver a comenzar (miedo, flojera, desgano, entretención... excusas); y, tal
vez, versus esto, solo haya una buena razón para eliminar la monotonía de nuestras
vidas, para cambiarnos del área que nos ha producido confort y no precisamente felicidad, para arriesgar un poco, para renunciar
a lo que sea necesario y volver a comenzar, con la perspectiva de que ese
comienzo, sea el inicio de un estado que nos permita sentirnos en paz y sobre
todo que nos permita crecer como seres humanos.
Así es Mary, cuanto nos cuesta a veces comenzar, tal como lo expresas en las distintas facetas que tienen nuestras vidas.
ResponderEliminarEn la esfera personal me parece que tiene que ver con la forma como se formó en el seno de la familia a la persona. Ya que son esos tabúes que muchas veces no dejan salir de las paredes del pensamiento y del corazón. Saludos