¡Riiiiing! Suena la alarma a las
5 a.m. Tengo quince minutos para ir al baño, cepillarme y bañarme. Al término
de la última gota de agua que rosea mi cuerpo, debo ya estar vestida, para preparar
el desayuno, comer y partir. Ya son las 6 a.m. y otra vez no logré salir antes
que la enorme fila sin fin de autos se iniciara. Ya van siendo las 7: 30 a.m. y
aún sigo en el tráfico. En kms pareciera que hubiera recorrido 100, pero la
verdad es que solo llevo 7. Sin embargo, sigo allí entre ruidos de bocinas de
conductores que piensan que para una es un hobby estar parada en una línea
interminable de carros, porque sí; y entre el sueño y la pesadumbre de no saber
si en una hora más lograré llegar a mi destino que se encuentra en el kilómetro
15, pero que luego de 2 horas es posible que aún no llegue. En ese momento el
mundo se viene abajo. De nuevo llegaré
tarde. Me van a despedir. Quedaré mal,
otra vez.
llegado al lugar de trabajo, cansada. Llevo tres horas de mi vida en automático sin saber bien qué ha ocurrido. Pero “todo funciona”, en automático. Llego al trabajo y hay otras personas que en el mismo sentido y con un parecido “modus operandi” están a mi alrededor. Todos como zombis exhaustos, cansados y autómatas que, a la hora de llegada a la oficina, ya están pensando en que deben terminar pronto para ver si pueden salir 10 minutos antes de la 5 p.m. y mitigar un poco el tráfico de vuelta.
Sin embargo, la mayoría de las
veces esto no es posible. No ocurre. Ni con 10 minutos ni con 1 hora antes. La
ciudad, ese sitio que irónicamente suele identificarse con el lugar de mayor
avance y desarrollo en cualquier país, está colapsada, sobrepasada y en un estado
de estrés constante, que sin ser conscientes de ello, nos tiene alineados,
ensimismados, enclaustrados, enemistados, y cada vez más enojados y
distanciados. Y, sobre
todo, nos mantiene en un estado en donde nos esforzamos para recibir un sueldo
que nos permite continuar un ciclo sin fin, que a lo mucho nos regala un par de
experiencias de vida plena durante el
año, con mucha suerte.
¿Esa es la vida soñada? ¿Es la
que nos arroja plenitud? ¿La que al llegar a casa nos permite un rico compartir
familiar? ¿O la que por el contrario saca lo peor de nuestro ser y nos invita, únicamente, a dormir para seguir en la misma rueda?
En estos últimos meses he
reflexionado mucho sobre esto. No trabajo en una oficina. Mi espíritu de
libertad no me lo permite. Lo hice durante
un tiempo de mi vida post universitaria y me di cuenta de lo que es vivir
prisionero y sin tener la posibilidad de que mi voluntad de ser, de andar y de decidir, pueda expresarse
y manifestarse. Simplemente no puedo. Pero, aun así, vivo esclavizada a un sistema
de vida, de tráfico, de gritos entre conductores, de apiñamiento en el metro o de
estrés por el bus que nunca llega, de contaminación e inseguridad, que por más
que busquemos formas de contrarrestarlo no se puede escapar de él si se vive en
la ciudad, porque en esta vivimos cansados, siguiendo una rutina, perdidos en
los objetivos de otros: los bancos, las financieras, el jefe o la jefa…en fin,
en los objetivos de todos menos en los nuestros.
Por mis venas corre sangre del
campo. Mi mamá es campesina. Nació en un pequeño pueblo que maximiza como la
metrópoli más hermosa del universo. Siempre me ha causado gracia esa admiración
excesiva de su lugar de origen y me he reído de ello, haciendo mofas con ánimos
de molestar y de relajear.
Hoy día puedo decir, que sin duda
alguna la calma y la vida que se respira en un campo como la república de mi madre
es un lugar envidiable.
Es increíble como la sangre, la
genética, el arraigo, el amor a aquello que se constituyó en nuestra matriz o bien,
quién sabe qué, nos llama y revoluciona a tal grado de querer sentir la
experiencia de vida, que mis familiares dejaron con la aspiración de tener mejores
condiciones, en tiempos en donde era necesario soltar y dejar para crecer.
Sin duda alguna que en esta
ciudad, que por cada vez más largos ratos, asfixia, se hace entrañable sentir la experiencia de convivencia cercana que en
nuestros pueblos ocurre de forma cotidiana, porque hay una dinámica positiva,
llena de energía, de vitalidad, de trabajo por convicción, con objetivos
bastantes claros de lo importante de la vida, con sencillez, con amistad, respeto, alegría y
amor.
Toca devolver a esos pueblos, un
poco de lo mucho que nos dieron, al momento de que en calidad de préstamo le cedieron
– a la ciudad – a parte de sus habitantes, la mayoría de las veces, por las
condiciones propias que impone la urbe, sin retorno.
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